domingo, 18 de marzo de 2018

Primeras impresiones sobre el libro de Job (II)


Todavía, antes de que acabe el segundo capítulo y, con él, el prólogo del libro, nos encontramos con una vuelta de rosca más. Cuando parece que nada puede ir a peor… el Maligno va y lo propone: «Extiende tu mano contra él y tócalo en sus huesos y en su carne: ¡seguro que te maldecirá en la cara!» (2, 5).

Ahora yo no solo ha de luchar contra el peligro de que su naturaleza caída se rebele contra Dios, sino que también lo tendrá que hacer contra los malos consejos de su mujer: «¿Todavía vas a mantenerte firme en tu integridad? Maldice a Dios y muere de una vez» (2, 9). Y lo hace con una razonada fidelidad: «Si aceptamos de Dios lo bueno, ¿no aceptaremos también lo malo?» (2, 10).

Todo este cuadro de paisaje desolador, de desierto inhabitable, tiene su oasis de gracia: la actitud de fidelidad de Job. Ello me hace pensar en un tema que me parece muy importante teológica, espiritual y pastoralmente: la espiritualidad de la aceptación. Mientras las cosas les van mal a los demás, les animamos con consejos que, después, si nos va mal a nosotros, no nos los aplicamos. De alguna manera, podríamos decir que pedimos a los demás que acepten lo que nosotros no estamos dispuestos a aceptar.

Aparecen en escena los amigos de Job, que de inicio le acompañan en silencio y escuchan su lamento de dolor profundo: «¡No tengo calma, ni tranquilidad, ni sosiego, sólo una constante agitación!» (3, 26). La cuestión es que en ese grito de dolor del justo maltratado «injustamente» yo oigo las palabras de Jesús en Getsemaní: «Si es posible que pase de mí este cáliz…» (Lc 22, 42). Y con Jesús y con Job oigo el lamento de tanto sufrimiento en el mundo: niñas prostituidas, niños soldados, indios del Amazonas a los que les roban su tierra, personas de raza negra a los que se les trata como animales, pobres que malviven recogiendo basura en los vertederos donde, además, viven, duermen y respiran. La lista es tan larga…

De entre los amigos, el primero que toma la palabra es Elifaz de Temán, para hacer una pregunta incisiva: «¿Acaso tu piedad no te infunde confianza y tu vida íntegra no te da esperanza?» (4, 6). Perdón de antemano por la expresión que me sale del alma, por mucho que sea muy poco académica: ¡Uaaaaauuuuu! ¡Vaya preguntita! El amigo dispara a dar. Imposible evitar el impacto. Es, definitivamente, una llamada a una fidelidad coherente. Porque, como nos dice Jesús, «si la sal se desvirtúa», ¿quién será la sal del mundo?
Y a continuación sigue con un discurso que empieza con estas preciosas palabras que contienen una brillante idea: «Yo, por mi parte, buscaría a Dios, a él le expondría mi causa» (5, 8).

 Conforme voy leyendo el discurso tengo la sensación que la letra y música me suenan. Expresiones como: «Él realiza obras grandes e inescrutables, maravillas que no se pueden enumerar» (5, 9); «Pone a los humildes en las alturas y los afligidos alcanzan la salvación» (5, 11); «Hace fracasar los proyectos de los astutos para que no prospere el trabajo de sus manos» (5, 12);  «Sorprende a los sabios en su propia astucia y el plan de los malvados se deshace rápidamente» (5, 13). Me parece estar escuchando una versión muy cercana al Magnificat.

Quique Fernández

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