Todavía, antes de que acabe el segundo
capítulo y, con él, el prólogo del libro, nos encontramos con una vuelta de
rosca más. Cuando parece que nada puede ir a peor… el Maligno va y lo propone:
«Extiende tu mano contra él y tócalo en sus huesos y en su carne: ¡seguro que
te maldecirá en la cara!» (2, 5).
Ahora yo no solo ha de luchar contra el
peligro de que su naturaleza caída se rebele contra Dios, sino que también lo
tendrá que hacer contra los malos consejos de su mujer: «¿Todavía vas a
mantenerte firme en tu integridad? Maldice a Dios y muere de una vez» (2, 9). Y
lo hace con una razonada fidelidad:
«Si aceptamos de Dios lo bueno, ¿no aceptaremos también lo malo?» (2, 10).
Todo este cuadro de paisaje desolador,
de desierto inhabitable, tiene su oasis de gracia: la actitud de fidelidad de
Job. Ello me hace pensar en un tema que me parece muy importante teológica,
espiritual y pastoralmente: la espiritualidad de la aceptación. Mientras las
cosas les van mal a los demás, les animamos con consejos que, después, si nos
va mal a nosotros, no nos los aplicamos. De alguna manera, podríamos decir que
pedimos a los demás que acepten lo que nosotros no estamos dispuestos a
aceptar.
Aparecen en escena los amigos de Job,
que de inicio le acompañan en silencio y escuchan su lamento de dolor profundo:
«¡No tengo calma, ni tranquilidad, ni sosiego, sólo una constante agitación!»
(3, 26). La cuestión es que en ese grito de dolor del justo maltratado «injustamente»
yo oigo las palabras de Jesús en Getsemaní: «Si es posible que pase de mí este
cáliz…» (Lc 22, 42). Y con Jesús y con Job oigo el lamento de tanto sufrimiento
en el mundo: niñas prostituidas, niños soldados, indios del Amazonas a los que
les roban su tierra, personas de raza negra a los que se les trata como
animales, pobres que malviven recogiendo basura en los vertederos donde,
además, viven, duermen y respiran. La lista es tan larga…
De entre los amigos, el primero que
toma la palabra es Elifaz de Temán, para hacer una pregunta incisiva: «¿Acaso
tu piedad no te infunde confianza y tu vida íntegra no te da esperanza?» (4, 6).
Perdón de antemano por la expresión que me sale del alma, por mucho que sea muy
poco académica: ¡Uaaaaauuuuu! ¡Vaya preguntita! El amigo dispara a dar.
Imposible evitar el impacto. Es, definitivamente, una llamada a una fidelidad
coherente. Porque, como nos dice Jesús, «si la sal se desvirtúa», ¿quién será
la sal del mundo?
Y a continuación sigue con un discurso
que empieza con estas preciosas palabras que contienen una brillante idea: «Yo,
por mi parte, buscaría a Dios, a él le expondría mi causa» (5, 8).
Conforme voy leyendo el discurso
tengo la sensación que la letra y música me suenan. Expresiones como: «Él
realiza obras grandes e inescrutables, maravillas que no se pueden enumerar»
(5, 9); «Pone a los humildes en las alturas y los afligidos alcanzan la
salvación» (5, 11); «Hace fracasar los proyectos de los astutos para que no
prospere el trabajo de sus manos» (5, 12); «Sorprende a los sabios en su
propia astucia y el plan de los malvados se deshace rápidamente» (5, 13). Me
parece estar escuchando una versión muy cercana al Magnificat.
Quique Fernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario