De «cómo quién no tiene culpa de nada»
a ser realmente la causa.
Leyendo
el «Libro de las Lamentaciones», al inicio del capítulo 4,1-4 me doy cuenta que
esa «música» me está sonando, vuelvo hacia atrás y compruebo que el inicio del
primer capítulo de este mismo libro (1,1-4) presenta unas ciertas similitudes,
lo cual aunque me haya llamado la atención, no me extraña porque ya me he dado
cuenta que, a imagen de los sollozos, del sufrir el dolor, el libro es
reiterativo.
Pero,
en cambio, leyendo y releyendo sí me doy cuenta que me produce sorpresa el que
estos dos textos «casi» paralelos contengan unas reseñables diferencias que
acaban marcando, aunque algo escondida, una enorme diferencia. Me explico:
En
1,1-4 se nos relata un pueblo caído en desgracia que...
«Se
ha quedado como una viuda... Pasa la noche llorando... No hay nadie que la
consuele... todos sus amigos la han traicionado, se han convertido en
enemigos... en la más dura esclavitud... nadie acude a las fiestas...¡y qué
amargura hay en ella!»
No
parece, para nada, culpable de su situación, más bien parece que todo lo que le
sucede le ha caído del cielo, que Jerusalén es completamente ajena a lo que le
acontece.
En
cambio, en 4, 1-4, aunque también se nos relata la desgracia en forma de
lamento, están inseridas unas expresiones que nos hacen, si nos fijamos, concluir
que la «desgracia» no le es ajena, sino que ella misma, Jerusalén, algo ha
tenido que ver...
«se
ha empañado el oro más puro! Las piedras sagradas están tiradas en todas las
esquinas. Hasta los chacales presentan las ubres para amamantar a sus cachorros;
pero la hija de mi pueblo se ha vuelto cruel...».
La
ciudad de Jerusalén, sus habitantes, tiran por las esquinas las piedras
sagradas, se asemejan a chacales, se ha vuelto cruel... insisto en que en estas
expresiones se encierra el hecho de la que Jerusalén ha sido infiel a su Dios.
Han entrado en una dinámica de alejamiento que acaba llevando a la infelicidad.
Al
final, creo que podemos convenir que en el capítulo 1 se nos está adelantando
las consecuencias del pecado que señala el capítulo 4. Es, increíble, uno de
los primeros feedback de la historia.
Segunda
sorpresa:
De «no ver nada claro ni salida alguna»
a encontrar al Dios esperanza y misericordia.
Uno
va leyendo y leyendo, y ya va por la mitad del capítulo 3 y... que oscuro anda
esto, no lo veo nada claro ni encuentro salida alguna. Tan solo tropiezo con
angustia y, por ello, con mucha desesperanza. Pero... ¿no éramos los elegidos?
¿Nos habrá abandonado Dios? ¿Preferirá a los babilonios? ¿O acaso serán los
dioses babilonios más poderosos que nuestro Dios?
Es inevitable hacerse preguntas, que
intentan responder a la incertidumbre, aun más pronunciada por el aparente
silencio de Dios, que acaba desembocando en mayor incertidumbre, en desánimo,
en desesperanza...
Pero llegamos a 3,19 y, sorpresa, hay
agua en el oasis, el horizonte muestra otro paisaje:
«Pero me pongo a pensar en algo y esto
me llena de esperanza:
La
misericordia del Señor no se extingue ni se agota su compasión;
ellas
se renuevan cada mañana, ¡qué grande es tu fidelidad!» (3,21-23).
Esperanza,
misericordia, compasión, fidelidad, bondad, perdón, salvación... ¡y tanto que
cambia el panorama! Ya no estamos ante un callejón sin salida sino ante un túnel
en el que se ve la luz de la salida, la luz de la misericordia de Dios que nos
regala esperanza.
Quique Fernández
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