Los textos principales sobre el Año Jubilar en la Biblia los
encontramos en las prescripciones del Levítico, formando parte del llamado
«Código de santidad». Es una conmemoración que se celebraba cada cincuenta
años, y parte de la convicción de que todo pertenece a Dios, al Dios Santo, al
que deben servir en santidad todos los miembros del Pueblo de Dios.
Haz el cómputo de siete
semanas de años, siete por siete, o sea, cuarenta y nueve años.
A toque de trompeta darás un
bando por todo el país, el día diez del séptimo mes. El día de la expiación
haréis resonar la trompeta por todo vuestro país.
Santificaréis el año cincuenta
y promulgaréis la liberación en el país para todos sus moradores. Celebraréis
jubileo, cada uno recobrará su propiedad y retornará a su familia.
El año cincuenta es para
vosotros jubilar, no sembraréis, ni segaréis lo que brotó espontáneamente, ni
vendimiaréis las viñas no cultivadas.
Porque es jubileo, lo
considerarás sagrado. Comeréis de la cosecha de vuestros campos. En este año jubilar cada uno recobrará su
propiedad (Lv 25,8-13).
Es un año santo, un año del perdón (dado y recibido: se
iniciaba después de la celebración del «Día del perdón», anunciado al toque del
cuerno o trompeta, para que todo el pueblo fuese consciente de que debía ponerse
en paz con el prójimo, para poder participar del perdón divino); un año de
alegría, de júbilo; un año de redistribución de las tierras y de las riquezas
(todo pertenece a Dios, el ser humano sólo es administrador, usufructuario); un año de la
libertad (nadie es esclavo ni dueño de nadie), de la justicia social; un año de
respeto por la tierra, por todo lo creado (hoy diríamos una celebración ecológica)…
Unos fundamentos bíblicos a tener en cuenta en la
celebración de nuestros años jubilares y, en concreto, del Año jubilar de la
Misericordia que estamos celebrando. No es cuestión de «ganar» unas
indulgencias (y menos si estas no se viven en referencia al perdón gratuito de
Dios, un perdón que estamos llamados a practicar), ni de vivir una religiosidad
del mérito: las gracias (o indulgencias) que recibimos (no que ganamos) son un
don de Dios, un regalo divino. Exigen, lógicamente, nuestra respuesta desde la
libertad; pero la respuesta es siempre aceptación de la gratuidad.
No podemos olvidar tampoco los componentes de liberación, de
justicia social, de redistribución de las riquezas, de una sana y necesaria
ecología…, siempre desde la perspectiva de un Dios misericordioso, al que
debería corresponder un Pueblo de Dios misericordioso.
El papa Francisco invita a tomarnos en serio estas actitudes
irrenunciables en un Año jubilar de la Misericordia, al estilo de la Palabra de
Dios:
En este Año Santo, podremos
realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más
contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno
dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen
en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz
porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los
pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas
heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la
misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos
en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e
impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos
para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la
dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras
manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor
de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se
vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que
suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo (MV 15).
Javier Velasco-Arias
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