jueves, 22 de septiembre de 2016

«He visto sufrir a mi pueblo. Voy a liberarlo» (Ex 3, 7-8)

El Pueblo de Israel había encontrado en Egipto una tabla de salvación para la hambruna que padecía en su tierra. No tuvo que resultar fácil abandonar esa tierra que formaba parte profunda de su identidad, pero al final tuvo que aceptar lo inevitable.


En Egipto tuvo años de prosperidad. Los hijos del Pueblo de Israel se multiplicaron de tal forma que el faraón se asustó porque le estaban “hebraizando” su país. Y, a partir de ahí, empezó a oprimir y esclavizar a los israelitas, incluso matando a los hijos varones al nacer.

Dios Padre que ama a sus hijos y, de una manera más especial a los más débiles, se encuentra con Moisés y le dice: “He visto sufrir a mi pueblo”.

Una vez más, como también lo fue al evitar el sacrificio de Isaac, Dios en el Antiguo Testamento se presenta como el Dios de la Vida, de la Misericordia, cercano y preocupado por sus hijos.

Y remata la frase con la clara y contundente expresión “voy a liberarlo”. Dios no se conforma con la lástima. En más de una ocasión he oído a personas decir, ante reportajes televisivos de niños muriendo de hambre, “pobrecitos estos niños, pero estos programas no deberían darlos a la hora de la comida (o cena)”. Dios no se queda en la lástima, Dios se compromete. Su misericordia no es tan solo un sustantivo, es un verbo que surge de un Amor que se dona a sí mismo.

De este capítulo de la historia del Pueblo de Israel, prefiguración de lo que hoy es la Iglesia, el Pueblo de Dios que camina en la historia, debemos aprender.

Si nos repele esa malévola actitud del faraón ante su miedo a la “hebraización” de Egipto, nos deberá repulsar igualmente cualquier comentario del tipo “nos están islamizando” o “primero para los de aquí” para excusar nuestra falta de misericordia.

Como entonces, hay pueblos que han de abandonar su tierra, con el profundo dolor de quien lo deja todo, buscando una manera de sobrevivir. Lo que hicieron los israelitas y lo que haríamos cualquiera de nosotros para dar de comer a nuestros hijos.

No cabe pues, ni elevar muros (o rejas) en lugar de tender puentes (tal como ha dicho el Papa Francisco) ni pretender que el origen de las personas les pueda convertir en ciudadanos de segunda.

El “voy a liberarlo” está en la misma dinámica que las palabras de Jesús de Nazaret: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.


Quique Fernández

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