Moisés, el patriarca y liberador, no fue profeta en su tierra, o mejor dicho entre su pueblo. Acaba de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto y el pueblo le echa en cara una y otra vez las dificultades del camino, un camino que es desierto. Tanto es el desagradecimiento del pueblo a Dios y a Moisés que llegan a decir:
«¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos! Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea.» (Ex 16, 13).
Aún peor será la rebeldía e infidelidad a Dios ante la impaciencia por la tardanza de Moisés en el Sinaí. Se harán su propio “dios”, el becerro de oro, y darán vía libre a sus apetencias más egoístas.
Pero tanto en el desierto como en el Sinaí, Dios va a mostrar que cuando dijo que liberaría a su pueblo, se refería tanto a la liberación del opresor externo como a la esclavitud del egoísmo. Y Dios va a tener mucha, mucha, mucha paciencia con un pueblo “quejica”, desagradecido, rebelde, infiel. Lo va a hacer con mucha paciencia y con mucha misericordia, otorgándoles una oportunidad detrás de otra.
Quizá el culmen de esta misericordia se visualiza en perdonar la idolatría del becerro de oro y volver a conceder por segunda vez sus “Diez palabras” de felicidad y salvación. Pensemos que el pecado del becerro de oro es mucho más de lo que se ve. El gran pecado no es otorgarle una importancia cultual desmedida al becerro. No, el pecado más grande no está en el becerro mismo. El pecado más grave es el abandono que se hace de Dios, el empujón que se le da para que salga de sus vidas. Así, lo más grave no será el desenfreno sino la desesperanza que lleva a la traición y la traición que lleva a la desesperanza. Y por tanto, el pecado más grave que Dios perdonará generoso desde su misericordia es un pecado contra el mismo Dios.
Este capítulo de la historia de la salvación me recuerda a otro muy conocido. Al igual que con la liberación de Egipto, también en la entrada de Jesús a Jerusalén se desbordó la alegría. Una multitud clamando “Hosanna”. Pero de esa alegría, en pocos días, pasamos a momentos tristes y difíciles. Han prendido a Jesús, Pilato pregunta y muchos gritan “crucifícale”.
En algunas meditaciones se cuestiona como los que decían “Hosanna” pueden al poco decir “crucifícale”. Yo nunca he pensado que fuesen los mismos. En Jerusalén, en Pascua, había gente suficiente para lo uno y para lo otro. Lo que yo sí me pregunto es dónde estaban los primeros, los del “Hosanna” cuando los segundos gritaban “crucifícale”. ¿Dónde estaban? Seguramente les pasó lo mismo que en el desierto y el Sinaí. La desesperanza les llevó a la traición del abandono.
Y también en esta ocasión Dios va a perdonar lleno de misericordia ese abandono. Lo va a hacer por todo lo grande. Si en Sinaí volvió a regalar sus “Diez palabras”, aquí la segunda oportunidad será su Palabra resucitada. Jesús, el Hijo de Dios, que ha sido abandonado en el pretorio, vuelve a la vida y da una segunda oportunidad. Este es el acto más misericorde de Dios hacia nosotros.
Dios nos lo perdona todo. Estos días de violencia salvaje contra los cristianos nos podemos preguntar ¿vamos a perdonar?
Quique Fernández
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