La historia de Abrahán y Sara da para muchos comentarios e
incluso libros. En esta ocasión os invito a leer y meditar, personal o
comunitariamente, el texto de Génesis 18,16-33 y el contexto que lo acompaña. Es
de una belleza narrativa inusitada. Nos habla de la fuerza de la plegaria, de
la eficacia de la oración; realidad no siempre suficientemente presente en
nuestras vidas, al menos con la convicción que debiera, con la certeza e,
incluso, osadía del patriarca.
En torno al texto
El contexto próximo, de la narración que consideramos, es la
visita de tres personajes a Abrahán y Sara. Protagonistas que son presentados
como el Señor, como el Dios de Israel (Génesis 18,1-2). Más tarde el narrador
aclarará que son el Señor y dos ángeles (19,1). Algunos Padres de la Iglesia, y
posteriormente el arte, han visto en esta representación una insinuación de la
Trinidad divina. Pero esta perspectiva teológica no es propia del Antiguo
Testamento, aunque no es rechazable como lectura tipológica posterior. Es una
«lectura» que ha plasmado en el arte, sobre todo, de las iglesias orientales
cristianas, de forma magistral.
La hospitalidad
La escena del encuentro junto a la encina de Mambré es
seductora, de una belleza plástica inmensa. Abrahán y Sara acogen a estos tres
peregrinos en su casa. En un primer momento no son conscientes de que están hospedando
en su hogar al Dios de la Biblia. La hospitalidad forma parte de la cultura del
mundo de la Biblia. Y acoger al extraño se convierte, en muchas ocasiones, en
acoger al Señor: «era forastero y me hospedasteis» (Mateo 25,35).
Inconscientemente, al menos a los que estamos mínimamente
familiarizados con la Palabra de Dios, nos viene a la memoria la escena de la
pareja de discípulos camino de Jerusalén a Emaús y el encuentro que tienen con Jesús
resucitado (cf. Lucas 24,13-33).
Ellos también, sin saberlo, acogen en su casa a Jesús, al Hijo de Dios: «Ellos
insistieron con empeño, diciéndole (a Jesús): “quédate con nosotros, que
es tarde y el día ya ha comenzado a declinar”. Y él entró para quedarse con
ellos» (24,29). La acogida, la hospitalidad, la preocupación exquisita por el
otro forma parte de la religiosidad bíblica.
Hospitalidad y oración
Solamente la persona que posee estas actitudes puede entrar
en la forma de oración que hace nuestro padre Abrahán: el amor a Dios y al
prójimo van siempre a la par. La plegaria auténtica forma parte de este
equilibrio.
El castigo de Sodoma y Gomorra por su pecado grave de
corrupción no tiene vuelta atrás, como se lo hace saber el Señor a Abrahán (Génesis
8,20). Es entonces cuando el patriarca, movido por un corazón misericordioso,
intercede por estos dos pueblos. Y lo hace «regateando» con Dios, al mejor
estilo oriental, utilizando la fuerza de la intercesión de los justos frente a
una sociedad corrupta: «¿No perdonarás al lugar por los cincuenta justos que
hay allí?...; ¿y si son cuarenta y cinco?...; supongamos que hay cuarenta…; ¿y si hay treinta?...; mira he resuelto
insistir todavía ante mi Señor, quizá se hallen allí veinte…; pero todavía
añadió: no se enoje ahora mi Señor. Ésta es la última vez, quizá se hallen allí
diez. Contestó (el Señor): “Por consideración a los diez no la destruiría”» (cf.
Génesis 18,24-32).
Sólo en un corazón generoso cabe esta forma de oración.
Abrahán confía plenamente en Dios: sabe que su amor misericordioso prevalece,
sin invalidarla, sobre la justicia. Conoce al Señor. Por eso se dirige a Él con
tanta libertad. La plegaria se convierte en diálogo, en diálogo amoroso y
confiado. No pide nada para él ni para los suyos, pero tiene una preocupación y
amor exquisitos por las personas concretas, por el mundo.
Para la oración
- La narración bíblica nos sugiere una forma de oración poco convencional. Abrahán dialoga con Dios con plena confianza, con naturalidad, con el convencimiento de que el Señor siempre escucha… Su plegaria no está «encorsetada».
- Entiende el patriarca que las cosas pueden cambiar, que no estamos condenados a un destino fatal. La Historia humana y los acontecimientos diarios están en las manos de Dios. Esa convicción le lleva a suplicar con insistencia, con libertad, con esperanza y, sobre todo, con amor. Y con la convicción que Dios se puede valer de unos cuantos justos para salvar el mundo.
- Pongamos en paralelo nuestra oración junto a la plegaria de nuestro padre en la fe Abrahán. ¿Trasluce la misma confianza? ¿Espero una respuesta de Dios con el mismo convencimiento?
- ¿Soy capaz de utilizar un «regateo» similar en mi oración? Es decir, ¿hago mi plegaria insistente, machacona (no quiere decir pesada y repetitiva)… desde la convicción que Dios Padre-Madre siempre me escucha? Y más cuando nos ponemos «pesados». Dios nos ama con un amor infinito, entrañable, misericordioso. Y no puede negarnos nada que sea para nuestro bien o el de los otros, por los que rogamos.
- ¿Mi oración nace de un corazón generoso? ¿Siempre tengo presentes las necesidades ajenas tanto o más que las mías propias?
- ¿La imagen que tengo del Dios de la Biblia es la de Alguien justiciero o misericordioso? Consciente que la justicia no está reñida con el amor entrañable, sino que el segundo es la plenitud de la primera.
- En mi vida concreta, cotidiana ¿qué es lo que priorizo en mis actos, en mi oración? Sólo quien practica la misericordia está en la órbita del Dios de Jesús.
Javier Velasco-Arias
(Publicado en Lluvia de rosas 678 [2018} 8-10)
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