Libro
del Génesis
Los 11
primeros capítulos del libro del Génesis son conocidos como «protohistoria» e
incluso «prehistoria», narrados en un lenguaje pedagógico y parenético.
Es a
partir del capítulo 12 donde comienzan las historias patriarcales que, aunque
no podemos hablar tampoco de «historia» en el sentido moderno, nos trasladan a
unos escenarios de los que poseemos más información: narraciones de clanes
familiares, tradiciones ancestrales que buscan fijar el origen de lo que siglos
más tarde será el pueblo de Israel.
A
partir de Gn 11,27 el autor bíblico nos introduce en la genealogía e historia
de Abrán y Sarai, su esposa, que después el Señor les cambiará el nombre por
Abrahán y Sara (cf. Gn 17,5.15), como signo de la misión que les encomienda.
Capítulo
12 del Génesis: relato de una vocación
Los
primeros versículos de Génesis 12 son de una gran belleza narrativa y
teológica. Abrahán es elegido por Dios, es enviado… Su respuesta es de obediencia
a la voluntad de Dios. Es un relato de vocación, en el que queda implicada toda
la existencia del personaje.
Llamada
de Dios
El
Señor le pide que cambie sus planes, que deje su tierra, que abandone su
horizonte material, que renuncie a su vida anterior para «embarcarse» en una
aventura imprevisible. Ahora toca ponerse al servicio de los planes de Dios,
que no necesariamente se identifican con los propios: «El Señor dijo a
Abrán: Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te indicaré»
(Gn 12,1).
Respuesta confiada de Abrahán
La decisión no es fácil. Pero el patriarca no pone pegas, no
tiene dudas, sabe de quien se ha fiado, como afirmará, en otras circunstancias
difíciles el gran apóstol Pablo: «no me siento fracasado, pues sé de quién me
he fiado» (2Tim 1,12). Abrahán, de igual manera, se fía de Dios: «Abrán
marchó, como le había dicho el Señor» (Gn 12,4).
Su gran fe, su fidelidad a la palabra de Dios, harán de él
referente de las tres grandes religiones monoteístas, cuyos seguidores nos
sentimos y somos «hijos de Abrahán»: Judaísmo, Cristianismo e Islam.
Es plausible que Jesús se refiere a esta realidad, releyendo
el relato de Gn 12: «no os imaginéis que os basta decir: “nuestro padre es
Abrahán”; pues yo os digo que de estas piedras puede sacar Dios hijos de
Abrahán» (Mt 3,9). La respuesta de fe, más que el linaje, es la que nos
hace hijos de Abrahán.
Una promesa de Dios
Se cumple la promesa divina al patriarca: «Yo haré de ti una
nación grande; te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y tú mismo serás
bendición.
[…] En ti
serán bendecidos todos los pueblos de la tierra» (Gen 12,2.3b).
La promesa es inmensa, inconmensurable. Pero, al mismo
tiempo, no constatable, no verificable, al menos de forma inmediata y concreta.
Se ha de fiar de Dios. Ha de creer que Dios nunca falla. Confiar en un futuro
que su respuesta de fe iniciará pero que él no verá consumado.
Una esperanza sin límites
Abrahán no sólo recibe la bendición de Dios, sino que se
convierte en motivo de bendición. En su nombre serán bendecidos, benditos todos
los pueblos de la tierra. Su fe, su fidelidad, su entrega sin condiciones lo
convierten en sujeto de bendición. Como afirma Mns. Ravasi; «En este caso,
Abraham queda “constituido” en signo eficaz de la salvación ofrecida por Dios.»
El viaje que nos describe el narrador bíblico
en los siguientes versículos no tiene nada de bucólico ni de «camino de rosas»:
está plagado de dificultades. Pero la fe de Abrahán, su fidelidad, su fiarse
plenamente del Dios de la Biblia… le darán las fuerzas suficientes para
continuar en el camino al que ha sido llamado.
Para la oración
·
La narración de la historia de Abrahán nos
sugiere unas actitudes esenciales en las personas religiosas. Y, lógicamente,
de una forma especial nos interpela a los cristianos.
·
¿Soy consciente de las consecuencias de mi
vocación personal y comunitaria? Dios te ha elegido, me ha elegido, para una
tarea concreta en este mundo, en la sociedad, en la comunidad cristiana… Y la
labor que yo tengo encomendada es insustituible. Es la que me toca a mí. Ningún
otro puede hacerla. Lo importante no es que sea pequeña o grande, porque la
medida de Dios no tiene nada que ver con la mezquindad de la nuestra. Lo
importante es que es la mía.
·
¿Mi fe se identifica con creer en una lista
de cosas o con la adhesión a la persona y a la Buena noticia de Jesús? La fe
implica, cómo no, creer. Pero es mucho más fidelidad, fiarse de Alguien con
mayúscula, comprometer la existencia, que admitir unas verdades de fe. Aunque,
lógicamente, el fiarse de Dios, el seguir a Jesús también implica suscribir lo
que Él enseñó, reconocer el depósito de la fe que custodia la Iglesia. Pero,
¿mi fe me compromete? Si no, es una quimera.
·
¿Mi vida irradia bendición para los que me
rodean? ¿Soy una persona amable? Es decir, alguien que se hace querer porque su
existencia irradia amor, comprensión… Claro está, también implicará
incomprensiones. Pero que nunca sea yo el motivo de discordias, enemistades y,
mucho menos, odios o rencillas. Hemos de huir, como de la peste, de aquellas
actitudes que dificultan o matan la convivencia: «enemistades, reyertas,
envidia, cólera, ambición, discordias, sectarismos…» (Gal 5,20)
·
La fe del patriarca Abrahán vivida
hasta las últimas consecuencias nos interpela.
Javier Velasco-Arias
(Publicado en Lluvia de rosas 677 [2017] 30-32)
Javier Velasco-Arias
(Publicado en Lluvia de rosas 677 [2017] 30-32)
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