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Espera de ayuda, de salvación…
desde la «oscuridad»
El patriarca Jacob en su «testamento», en su «discurso de despedida», antes de
morir, incluye una invocación a Dios, junto a las diversas exhortaciones y
bendiciones a cada uno de sus doce hijos.
¡De ti espero la salvación,
oh Señor! (Gn 49,18).
[…] Cuando Jacob terminó de
dar instrucciones a sus hijos, recogió los pies en la cama, expiró y se reunió
con los suyos. (Gn 49,33).
Espera
la salvación, pero ¿qué salvación? En la época de los patriarcas la esperanza
aún es algo oscuro, nebuloso, cuando no ausente del todo. La mayoría creía que
el final que esperaba al ser humano era el seol, el hades, el
«país de los muertos».
El
autor de la carta a los Hebreos, recuerda a los Patriarcas y su esperanza
futura, cumplida sólo después de muchos siglos en Jesucristo.
Todos éstos murieron dentro
de la fe, sin haber recibido las cosas prometidas, sino viéndolas y
saludándolas desde lejos, y confesando que eran extranjeros y forasteros sobre
la tierra. Realmente, los que usan este lenguaje dan a entender con ello que
van en busca de patria (Heb 11,13-14).
La
oscuridad de esta esperanza es clamada por el autor de los libros de las
Crónicas.
Emigrantes y extranjeros
somos delante de ti, como lo fueron todos nuestros padres. Como sombra pasan
nuestros días sobre la tierra, y no hay esperanza (1Cr 29,15).
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Esperanza de salvación, de la liberación del
pueblo
En
muchas ocasiones la esperanza de Israel se concreta en esperar la salvación del
Pueblo de Dios, al que el Señor no puede abandonar.
La
oración, las súplicas, los gritos desgarradores de auxilio del pueblo
israelita, esclavo y oprimido en Egipto, espera una respuesta del Dios de los
padres.
23 Los israelitas
seguían lamentándose de su servidumbre y clamando, y su grito de socorro,
salido del fondo de su esclavitud, llegó a Dios.
24 Oyó Dios su gemido, y se acordó
de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob.
25 Miró Dios hacia los israelitas y
Dios los reconoció. (Ex 2,23-25).
De
forma similar, en la época de Judit, el pueblo espera la salvación de un Dios
que no abandona, que no puede abandonar a sus fieles.
17 Por eso,
invoquémosle en nuestro socorro esperando con paciencia su salvación y
escuchará nuestra voz si es de su agrado.
18 Es bien cierto que no hay en
nuestro tiempo, ni hay en el día de hoy, tribu alguna, ni familia, ni pueblo,
ni ciudad entre nosotros que adoren a dioses fabricados por manos de hombre,
como sucedió en los días antiguos.
19 Por ello fueron entregados
nuestros padres a la espada y al saqueo, y cayeron con gran estrago ante
nuestros enemigos.
20 Pero nosotros no conocemos a
otro Dios que a él; por eso esperamos que no nos mirará con desdén ni se
apartará de nuestra raza. (Jdt 8,17-20).
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Sus fieles confían en un Dios que nunca les
abandona
Con esa
confianza eleva su oración el salmista y, con él, todo el pueblo.
En ti esperan los que saben
de tu nombre, pues tú no abandonas, Señor, al que te busca (Sal 9,11).
Nadie que en ti espere
tendrá que avergonzarse, la vergüenza será para los traidores sin motivo (Sal 25,3).
El Señor es mi fortaleza, él
mi escudo, en él espero y él me ayuda: mi corazón se regocija y con mi canto le
doy gracias (Sal 28,7).
El Señor es el que vela por sus fieles, por los
que esperan en sus gracias (Sal 33,18).
Nuestra vida está en espera del Señor, él, nuestro
socorro y nuestro escudo (Sal 33,20).
Vengan, Señor, sobre nosotros tus mercedes,
cual de ti lo esperamos (Sal 33,22).
Yo espero firmemente en el
Señor; él se inclina hacia mí y escucha mi lamento (Sal 40,2).
Busca sólo en Dios reposo,
alma mía: él es en quien yo espero (Sal 62,6).
Tú eres mi esperanza, mi
confianza, Señor, desde mi juventud (Sal 71,5).
Cuanto a mí, seguiré
esperando, reiterando mis alabanzas (Sal 71,14).
Yo espero en el Señor, mi
alma espera, yo confío en su palabra (Sal 130,5).
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Aunque también hay una esperanza vana: la de
los malvados
De una
manera especial la literatura sapiencial se hará eco de la verdadera y la falsa
esperanzas.
La esperanza de los justos
es alegría, la expectación de los malvados fenecerá (Pr 10,28).
Al morir el malvado, su esperanza perece; la
ilusión de los perversos se disipa (Pr 11,7).
La esperanza frustrada
enferma el corazón, el deseo satisfecho es árbol de vida (Pr 13,12).
Quien desprecia la sabiduría
y la instrucción es desgraciado; es vana su esperanza; inútiles sus fatigas,
sin provecho sus trabajos (Sab 3,11).
La esperanza del impío es
como pelusa que se lleva el viento, como fina escarcha que arrastra el huracán;
es como el humo que el viento disipa, pasa como el recuerdo del huésped de un
día (Sab 5,14).
La esperanza del ingrato se
derrite como escarcha de invierno, se escurre como agua inservible (Sab 16,29).
Esperanzas vanas y engañosas
las del hombre necio; los sueños dan alas a los insensatos (Sir 34,1).
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La esperanza en los profetas
Los
profetas, tanto de Israel como de Judá, mantendrán la esperanza en el pueblo.
Esperanza de salvación, esperanza de ayuda, esperanza de reconstrucción, esperanza
en que el Señor nunca abandona.
Aquel día se dirá: "He aquí nuestro Dios,
de quien esperamos que nos salve, éste es el Señor en quien esperamos.
Exultemos y gocemos en su salvación (Is 25,9).
Señor, ten piedad de
nosotros, en ti esperamos; sé nuestro brazo cada mañana, nuestra salvación en
tiempo de angustia (Is 33,2).
Yo espero del Eterno vuestra
salvación. Un gozo me inundó de parte del Santo, por la misericordia que pronto
os llegará de parte del Eterno, vuestro salvador (Bar 4,22).
Entonces toda la asamblea
clamó a grandes voces y bendijo a Dios que salva a los que esperan en él (Dn 13,60).
Tú conviértete a tu Dios,
guarda el amor y el derecho, espera en tu Dios siempre (Os 12,7).
Pero yo fijaré mi vista en el Señor, esperaré
en el Dios de mi salvación: mi Dios me escuchará (Miq 7,7).
Una
esperanza que en diversas ocasiones se concretaba en la espera del Mesías.
Consolad, consolad a mi
pueblo, dice vuestro Dios: hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha
cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha
recibido doble castigo por sus pecados.
Una voz grita: «En el
desierto preparad un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para
nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que
lo torcido se enderece y lo escabroso se nivele; y se revelará la gloria del
Señor y la verán todos los hombres juntos ha hablado la boca del Señor.»
(Is 40,1-5).
Mirad, yo envío mi mensajero
a preparar el camino. De pronto entrará en el santuario el Señor que buscáis;
el mensajero de la alianza que deseáis, miradlo entrar dice el Señor
Todopoderoso.
[…] Recordad la Ley de
Moisés, mi siervo, los preceptos y mandatos para todo Israel que yo le
encomendé en Monte Horeb.
Y yo os enviaré al profeta
Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a
padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la
tierra.
(Mal 3,1.22-24).
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Esperanza de resurrección
En los
libros más tardíos encontramos la esperanza de la resurrección, de una vida
después de la muerte. La muerte violenta, el martirio… llevarán a la comunidad
creyente a comprender, a plantearse que la muerte no tiene la última palabra en
el plan salvífico de Dios.
Aunque la gente pensaba que
sufrían un castigo, su esperanza está henchida de inmortalidad (Sb 3,4).
Los que teméis al Señor,
esperad bienes, y gozo eterno y misericordia (Sir 2,9).
Los que temen al Señor
vivirán, porque su esperanza se apoya en su Salvador (Sir 34,13).
La
época helenista, sobre todo en la época del soberano seléucida Antioco IV
epífanes, que masacró el pueblo, alimentará la reflexión teológica sobre la
resurrección de los muertos.
Cuando estaba para morir,
dijo así: "Es preferible morir a manos de los hombres, cuando se tiene en
Dios la esperanza de ser de nuevo resucitado por él. Pero para ti no habrá
resurrección para vida" (2Mac 7,14).
Por su parte, el noble Judas
arengó a la tropa a conservarse sin pecado, después de ver con sus propios ojos
las consecuencias del pecado de los caídos.
Después recogió dos mil
dracmas de plata en una colecta y las envió a Jerusalén para que ofreciesen un
sacrificio de expiación. Obró con gran rectitud y nobleza, pensando en la
resurrección.
Si no hubiera esperado la
resurrección de los caídos, habría sido inútil y ridículo rezar por los
muertos.
Pero considerando que a los
que habían muerto piadosamente les estaba reservado un magnífico premio, la
idea es piadosa y santa. Por eso hizo una expiación por los caídos, para que
fueran liberados del pecado. (2Mac 12,42-45).
Javier Velasco-Arias
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